miércoles, 24 de octubre de 2012

Crónicas de funciones: ¡Ay, Amor! (Teatro de la Zarzuela, 20/10/12)

El primer título de la temporada del Teatro de la Zarzuela, 2012-2013, lleva por título ¡Ay, amor! y está dedicado a Manuel de Falla. Un doble programa: El amor brujo y La vida breve, estrenadas respectivamente, en 1915 y 1913. Un programa donde la parte coral y orquestal domina sobre las voces individuales. La crónica corresponde al último día de función, 20 de octubre, con el reparto siguiente: Esperanza Fernández (Candelas- cantaora) y Natalia Ferrándiz (bailaora) en El amor brujo y en La vida breve, María Rodríguez (Salud), Andrés Veramendi (Paco), Milagros Martín (abuela) y Enrique Baquerizo (el tío Salvaor) entre otros secundarios. Coro del Teatro de la Zarzuela y Orquesta de la Comunidad de Madrid, todos dirigidos por Guillermo García Calvo que hacía su debut en el coliseo madrileño. La puesta en escena, del fallecido Herbert Wernicke


Bajo el sugerente y atractivo título programado, las protagonistas Candelas y Salud dan vida a dos mujeres donde el amor y el dolor por el amado gira alrededor de ellas y alimenta su pasión, su tormento y la muerte de una de ellas. El amor brujo que vimos en la Zarzuela corresponde a la primera versión del estreno, con una plantilla de catorce músicos, suficientes, con la cantaora Candelas –con sonido amplificado y no necesario- siendo acompañada la música por una bailaora, en el día del estreno, por Pastora Imperio. La plantilla orquestal se amplió en el segundo título. Una orquesta que sonó especialmente intensa, llevada con buen pulso por el maestro Guillermo Gª Calvo pero que tapó constantemente a los cantantes, de voces no especialmente voluminosas. 


Una puesta en escena sosa, rancia, con los –negativos- tópicos andaluces que aparecen en escena como figurantes y que nada aportan, como el cantaor, el torero y su posterior entierro, así como sendas procesiones de Semana Santa, que enmarcan el canto, eso sí, cantado, con hondura y sentimiento, de Candelas y el dance de la bailaora. La escenografía apenas mejoró en La vida breve, salvo en el segundo acto dedicado a la boda y que desencadena el trágico final de la ópera. Los aires del enlace, con farolillos y la buena iluminación, contribuyeron a romper la monotonía escénica. 


Si el aire gitano y andaluz llegó con la voz de Esperanza Fernández, las del segundo reparto, más coral que individual, fueron de menos a más. Si Martín, Vaquerizo, Ramón cumplieron discretamente, Veramendi, rudo en su canto y discreto actor, no destacó sobre todo porque la orquesta sobresalía por encima de su voz. En cambio María Rodríguez, algo desafinada en el primer acto, cumplió y se entregó en el segundo. La soprano posee una voz timbrada, oscura, que ayuda al dramatismo de la obra y al fatal desenlace. La muerte de Salud, finalizada la ópera, concluyó con el cante, esta vez sin amplificar, de Nana de Sevilla de García Lorca, recogida en sus canciones populares españolas. Emocionante.

Fdo. Sergio Castillo

martes, 16 de octubre de 2012

Crónicas: recital de Ian Bostridge y Angelica Kirschschlager en el Teatro de la Zarzuela (Madrid, 15/10/12)

Wolf o cómo vino la modernidad

Lo mejor de oír un monográfico de Hugo Wolf es el poder apreciar la variedad de registros que trabaja en sus lieder. Encima si es con un ciclo como Spanisches Liederbuch con las dos partes, las canciones religiosas y las profamas, podemos repasar toda una gama de matices: de lo cómico a lo trágico, de lo íntimo al chascarrillo pasando por todo lo espiritual. Si Wolf bebe de la tradición lideística alemana no se le puede negar que la transforma y la lleva en palmitas al S. XX, a Weill, a Berg, a Schoenberg. Muchos de sus lieder "cómicos" suenan a café del Berlín de entreguerras, con ese desgarro, esa fuerza y ese deje canalla tan característico. Se vuelve más schumaniano en sus lieder amorosos pero siempre va un poco más allá que sus antecesores.

¿Y cómo se nos sirvió este plato de primera categoría en el recital de Bostridge, Kirchschlager y Drake? Pues se nos sirvió bien, estupendamente podría decir. Empezaré criticando a Bostridge. Y lo hago porque luego lo pondré por las nubes. Mira que me gusta como canta este hombre, pero no puedo evitar sentir que sobreactúa. Acostumbrado a cantantes pasmarotes (no miro a nadie, bien sabe Dios) su excesivo énfasis a la hora de cantar, de sus gestos, de su movimiento corporal hace que uno llegue a no creerselo. Pasa sobre todo en los momentos más cómicos, más de "jotas de picadillo" que montaron con la Angelika y que tienen su raíz en la picaresca española. Si la austriaca estuvo comedida y elegante, picarona pero señora, Ian parecía un junco desmadrado. Pero fue puntual. En el resto, sobre todo en el canto, estuvo supremo, maravilloso, increible. Entiende a la perfección a Wolf (los dos cantaron 34 lieder de memoria) y lo demostró. Que decir de sus medias voces, de sus imposturas, puro lujo (y puro exceso dirán otros).

Kirchschlager es una señora de los pies a la cabeza (que cuello tan bonito). Empezó floja pero fue mejorando. Se le vió más cantante de ópera, menos de lied, no sé si me explico. Pero aún así, cuando se metió en harina, bordó algunos de los lieder amorosos (maravilloso "Bedeckt mich Blumen" ¿Hay alguna palabra más bonita cantada en alemán que Liebe?). Se atragantó en el primer verso de su lied de la segunda parte, y lo solucionó como una diva. Que maravilla.


Drake es el promotor de este monográfico de Wolf (creo que hace todo su obra lideistica en el Wigmore Hall esta temporada). Le dió al pedal como un poseso pero supo matizar cuando fue preciso y siempre hubo mucha intención en sus dedos. Creo que es el culpable de los excesos de Bostridge porque con su piano le pedía más y más. Pero bueno como fue pocas veces lo perdono :). En general muy bien.

Maravillosa propia de Schumann a dúo, digno de un concierto tan maravilloso.

Fdo. Javier del Olivo

Click aquí para descargar el programa del recital

sábado, 6 de octubre de 2012

Crónicas de funciones: Boris Godunov (Teatro Real, Madrid, 3/10/12)

Después del Moses und Aron en versión concierto, y que aquí mismo reseñamos, el Teatro Real daba comienzo a sus funciones escenificadas con un Boris Godunov muy atractivo a priori y que quedó finalmente en una ocasión perdida para dejar unas representaciones históricas en la retina del público madrileño, cinco años después del anterior Boris, que no gustó demasiado. Sea como fuere, entre el blanco y el negro hay lugar para muchos grises, como intentaremos mostrar a continuación con esta crónica.

La versión con diez escenas que se proponía era quizá el principal aliciente de estas funciones. Se trataba así del Boris "original" de 1872, con la orquestación de Mussorgsky e incluyendo el "acto polaco" y la escena del bosque de Kromi, con el añadido en esta ocasión de la escena de San Basilio, en la versión de 1869. Diez escenas pues, para un Boris Godunov completísimo y con el aliciente de escuchar la orquestación del propio Mussorgsky y no la impuesta a menudo por tradición, a cargo de Rimsky-Korsakov.

A tenor de esta versión escogida, conviene dedicar unas líneas al conocido como acto polaco, en el que el jesuita Rangoni y la princesa Marina conspiran para seducir al falso Dimitri y marchar sobre Moscú aprovechando su causa para alzarse ellos con el poder. Tanto desde un punto de vista musical como desde una óptica dramática se trata de un par de escenas espléndidas, que dan mucho más relieve a la figura del falso Dimitri, más aún si cabe si se cierra la función con la escena del bosque de Kromi, como en este caso, y no con la muerte de Boris. Y es que el acto polaco contiene música inspiradísima y acrecienta con su desarrollo el cruce de tramas y saltos en el tiempo y en el espacio con que Mussorgsky nos sorprende en esta versión, rompiendo tan temprano con la continuidad narrativa clásica y convencional.

Por otro lado, la escena del bosque de Kromi, con la rebelión del pueblo encendido por la fascinación del falso Dimitri, trae consigo pasajes corales de una fuera colosal, espléndidamente servidos en esta ocasión por el coro Intermezzo. Y sobre todo, con esta escena, se dibuja un final ciertamente más sugerente, aunque menos teatral que el que nos deja en la retina la muerte de Boris. Y es que al cerrarse la función con la marcha del falso Dimitri y sus seguidores sobre Moscú, aglutinando a todos bajo su causa fingidamente redentora, mientras el Idiota entona su canto, se nos da a entender que el pueblo ruso vuelven a estar a merced de otra autoridad ajena a sus problemas: cambian los carceleros, pero son las mismas cadenas.

En términos musicales, regresaba al podio H. Haenchen, al frente de la orquesta titular del Teatro Real. El director, ya visto en el Real el pasado año con el título de Shostakovich, desnudó sin contemplaciones una partitura árida, agresiva, incluso hiriente. Y cabe preguntarse si quizá esa sensación de aridez, de falta de brillo y de recreación, tiene que ver con la partitura de Mussorgsky, sin los arreglos de Rimsky-Korsakov, antes que con el desempeño particular de Haenchen. Lo cierto es que la escena de la coronación quedó algo deslucida, también por la escasa solvencia de Groissböck en esa parte. Pero la función fue a más desde entonces, sin duda, alcanzado momentos espléndidos en la segunda mitad, sin mácula por cuanto hace al desempeño del foso. Junto con un coro Intermezzo en más que plenas facultades, ofrecieron una recreación musical que poco tiene que envidiar a la de otros grandes coliseos europeos.

En otro orden de cosas, la propuesta escénica de J. Simons tiene sus aciertos, es inútil negarlo. Pero fracasa, eso también es inútil negarlo. Parte, de hecho, de unas intenciones que se intuyen muy acertadas. Pero naufraga en su resolución, merced a una escenografía fallida (Versweyveld) y a una dirección escénica muy mejorable (Vandenhouwe). El principal acierto radica en sugerir una analogía entre el poder zarista y el poder soviético, como si la tragedia del pueblo ruso hubiese sido la de estar siempre, irremediablemente, bajo el yugo de alguna forma de poder totalitario. En este sentido, hay interesantes conexiones entre la escena de la Duma reunida para dar respuesta a Boris, antes de que entre enloquecido, y los grandes conclaves del partido comunista uniformado. A este cometido sirve también la arquitectura única que conforma la escenografía, presente en escena de principio a fin de la representación, evocando la decadencia soviética y la estética gris  de un poder en ruinas. Funcionaría como propuesta escenográfica si no sirviera de telón de fondo para toda la representación. Y es que sencillamente no funciona para más de la mitad de las diez escenas que componen este Boris. Ni funciona para las escenas más intimas o recogidas, como la del monasterio o la visita de Boris a sus hijos, ni facilita un movimiento de masas eficaz, como en la escena final. A esta in adecuación escenográfica se suma una pobre y errada dirección escénica, que cae además en soluciones molestas. Sirva un ejemplo para ilustrar lo dicho. En la dramaturgia actual se va imponiendo la costumbre (una mala costumbre, cabría añadir) de situar en escena a los operarios encargados del cambio escénico, casi como si fueran parte de la representaciones. Así sucedió en este caso, con operarios corriendo y descorriendo una larga alfombra roja en las escenas donde interviene Boris. No tiene justificación dramática alguna. Si es preciso correr el telón para hacer un cambio de escena, hágase, y hágase todo lo que sea preciso para evitar el molesto e innecesario hecho de encontrar a los operarios girando por la escena una y otra vez. Una de las claves del teatro estriba en distinguir claramente lo que el espectador debe y no debe ver para que la ficción dramática sea completa. Así pues, una propuesta escénica que no cumple con sus propias intenciones, dejando un sabor agridulce, el de lo que pudo haber sido pero no fue.

Y vayamos con las voces. Es complicado valorar la labor del protagonista, G. Groissböck, que carece de un instrumento rotundo y desahogado, y que tardó en encontrar una colocación cómoda. Las sensaciones transmitidas con su escena de la coronación hacían presagiar lo peor. Pero a cambio es un cantante sensible, que busca el texto y lo subraya, que maneja una media voz más o menos solvente, y muy implicado en su desempeño escénico. En conjunto, pues, un Boris que fue de menos a más, y donde las buenas intenciones con el texto y ciertos detalles en sus dos largas intervenciones ante Fiódor compensaron una evidente falta de contundencia vocal, todavía más notoria ante el torrente de voz desplegado por el Pimen de Ulyanov, que comentaremos a continuación. Es cierto que Groissböck debuta como Boris y que la sorpresa hubiera sido encontrar, de súbito, una voz plena y una interpretación madura. A este respecto se ha dicho que tampoco hay muchos más bajos solventes como Boris entre los que elegir. Una afirmación que se podría matizar si recordamos el Boris de Pape el pasado año en el Met o el buen trabajo de Anastassov con este rol en el Palau de les Arts, también la pasada temporada. Y también está ahí el veterano Salminen, que lo cantó hace unos meses en Helsinki. El propio Nikitin, presente en este reparto como Rangoni, es un Boris solvente, habitual en el Mariinsky. Y es más, ¿por qué no el propio Ulyanov, con medios más sobrados y más eslavos que los de Groissböck, si bien capaz de un canto menos dúctil? En fin,conviene no caer en retratos de la situación que ensalcen rey a cualquier tuerto venido a más.

Como indicaba antes, para el rol de Pimen fue un lujo contar con el instrumento pleno y la emisión poderosa y desahogada de una voz como la de Ulyanov, ya escuchado en el Real con Les Huguenots y con Iolanta. Quizá, por pedir todavía un poco más de él, cabría señalar cierta tendencia a no salir del mezzoforte constante en la emisión. En todo caso, una voz que confirma su valía y que debería enfrentarse a protagonistas de más talla.

Del falso Dimitri se encargaba en este caso el tenor Michael König, ya visto en el Real en las funciones de Lady Macbeth de Shostakovich, y reciente Erik en El holandés errante escuchado en el Liceo con las huestes de Bayreuth. La emisión es complicada e incompleta, conforme asciende hacia el agudo, llegando al oyente la constante sensación de que puede romper en cualquier momento. No tuvo, en todo caso, una mala noche, y apenas un par de notas titubearon. Lo cierto es que cantó con muy buena intención en la escena con Marina, sonando realmente bien en esos minutos, pero dejando una sensación incompleta en su desempeño global durante la función.

Marina era en este caso M. Gertseva, después de que semanas antes de iniciarse esta producción B. Uria-Monzon cancelase su participación con este rol. Gertseva ofrece los medios amplios y sólidos típicos una mezzo rusa, pero apenas busca la poesía de su texto, resultando demasiado monolítica en su expresión. Tampoco ayudaron unas subidas al agudo un tanto comprometidas, tirantes. No es una voz desdeñable, pero no es una cantante excepcional.

El Rangoni de Nikitin no da lugar a demasiadas criticas. Al contrario: una voz solvente, con un insinuante timbre eslavo, una emisión resuelta y un cantante comprometido en escena. Ojalá su affaire con la directiva de Bayreuth por el conocido tatuaje no le traiga consecuencias de cara a su agenda como cantante, porque es un barítono estimable.

Resultó muy destacable la intervención de S. Margita como Chuiski, en una recreación verdaderamente insinuante y visceral. La voz suena muy desahogada y corre perfectamente por el teatro. Un intérprete muy interesante y que viene de cosechar un importante éxito como Loge en el Anillo del Festival de Munich, en el pasado mes de julio.

A. Kotscherga apenas canta ya, con esa emisión ruda, prácticamente desimpostada, y ofreció en consecuencia un Varlaam tan teatral como grotesco y vocalmente indefendible. Todo lo contrario que el impecable Idiota de A. Popov, justamente aplaudido por sus dos estremecedoras intervenciones. A. Kadurina y A. Yarovaya se encargaron respectivamente de los roles de Fiódor y Xenia.


La valoración global es pues la de un quiero y no puedo, la de una alta expectativa, justamente augurada, y la de un desigual resultado. Vocalmente una noche con altibajos, escénicamente una propuesta fallida, y musicalmente un trabajo muy notable con destellos puntuales de algo más. Y en conjunto, un Boris Godunov muy interesante, pero mejorable desde casi cualquier punto de vista. Una sensación muy semejante a la que nos dejó el programa doble Iolanta/Persephone de la pasada temporada.

Y un breve comentario al final sobre la selección discográfica incluida en el programa de mano (donde destaca, por cierro, en esta ocasión, la notable calidad de los artículos, entre ellos uno de S. Zizek): sorprende que no se mencionen ni el registro de Karajan para Decca con Ghiaurov en el rol titular, ni el doble registro de Gergiev en 1997, con las dos orquestaciones, para Philips. Si hay dos versiones referenciales, cada una por sus motivos, son esas, y no la grotesca de B. Christoff con I. Dobrowen a la batuta, interpretando el bajo búlgaro los tres roles (Boris, Pimen y Varlam).

Fdo. Alejandro Martínez