viernes, 28 de enero de 2011

Crónicas de funciones: Anna Bolena, Liceo, 25/01/11


Entre los grandes atractivos de la presente temporada del Liceo barcelonés se contaba el regreso de Gruberova, encarnando esta vez a Anna Bolena. Se anunciaba además una nueva producción, y en el cast previsto se encontraba también Elina Garança, la mezzo por excelencia de nuestros días. Se añadían además tres últimas funciones, con un segundo reparto, que iban a contar con la Bolena de Mariella Devia, la otra gran dama y veterana del belcanto, que finalmente ha cancelado dichas funciones por asuntos personales. Sea como fuere, la primera función de esta serie de Bolenas tuvo lugar el pasado día 20, día en que J. Bros tuvo que ser sutituido por Gregory Kunde en el rol de Percy. Quien escribe estas líneas asistió sin embargo a la segunda función, del día 25 de enero, con el cast previsto ya disponible en su integridad, esto es: Gruberova (Anna Bolena), Garança (Seymour), Bros (Percy), Colombara (Enrico) y S. Prina (Smeton). Vayamos por partes.

La nueva producción no añade demasiado. Francamente, son más los errores básicos que los hallazgos. Me explico. No es nada ingeniosa, ni siquiera útil, una puesta en escena que cuenta con una escenografía estática y que cubre dos tercios de la caja escénica durante media función. Desarrollar media función en apenas un tercio de la caja escénica limita mucho la recreación teatral. De ahí que no encuentre singularmente interesante la escenografía elaborada por R. Lladó. El vestuario de Lluc Castells resultó quizá lo más interesante de la puesta en escena de esta función. La dirección escénica de R. Durán fue correcta, pero se vio limitada por una escenografía torpe, como ya he dicho. La iluminación, de Albert Faura, fue un tanto exagerada, dada la cantidad de reflejos incontrolados que provocaban los elementos dorados de la escenografía. Capítulo aparte merece la presencia, ciertamente ridícula, de figurantes con cabeza de cuervo, como "ambientando" al espectador en el clima funesto que vertebra el destino de Bolena y el sórdido final de ésta en la torre de Londres. Francamente prescindible esta "ingeniosa" propuesta.


En el aspecto vocal hubo un gran nivel general, pero hay que matizar algunas cosas. Empecemos por la "diva" de la noche, Gruberova. No puede sostenerse una Bolena a través de un genial "Al dolce guidami" y de una penetrante recreación del "Coppia iniqua". Así no se construye un papel, no cabe reducir una encarnación dramática al último cuarto de la función. Sobre todo porque lo ofrecido hasta entonces era demasiado caprichoso (portamentos exagerados), mejorable (agudos agrios, coloratura desigual...) o directamente muy defectuoso (un grave inexistente, un centro descarnado, una dicción ininteligible...). Ciertamente sus dos últimas intervenciones, ya citadas, fueron dignas de una gran diva del belcanto, pero todo lo anterior fue digno más bien de una cantante caprichosa, poco comprometida con lo que se traía entre manos o, directamente, sobrepasada por un rol que quizá hace años que debería haber abandonado. En resumen, pues, una Bolena demasiado desigual para merece una valoración global notable.



Así que la gran diva de la noche fue más bien Elina Garança. Una voz plena, redonda, homogénea, aterciopelada, técnicamente resuelta... en fin, no se puede pedir más. A esto se suma que Garança ha mimado al máximo sus dos principales limitaciones, a saber, el grave, ahora perfectamente coloreado con un sutil acercamiento al registro de pecho, y la coloratura, mucho más precisa de lo que recordaba a tenor de registros anteriores. Su encarnación de Seymour fue un desfile continuo de detalles técnicos, una exhibición vocal perfectamente ligada con un compromiso escénico de primera. Su dúo con el Enrico de Colombara, en el primer acto, fue uno de los grandes momentos de la noche. Y su confrontación con la Bolena de Gruberova elevó la tensión al máximo, ciertamente superior Garança, incluso en la subida final al agudo. En resumen, insuperable recreación de Seymour la ofrecida por Garança, de matrícula de honor, ciertamente.


J. Bros es un cantante desigual. Su reciente aparición en el homenaje a Plácido Domingo en el Teatro Real presagiaba una irregular lectura del rol de Percy, que requiere de una transición resuelta y desahogada al agudo. Pero en esa irregularidad a veces consigue encontrarse a sí mismo en plena forma y ofrece una noche prácticamente redonda, como sucedió el pasado día 25. Desapareció la dureza del agudo, desaparecieron las transiciones nasales de su timbre, y el fraseo fue encendido y lírico a partes iguales. La voz corría limpia, y Bros adornaba sus intervenciones con gusto, regalando agudos a placer (un magnífico Do en el "Vivi, tu...") y controlando las agilidades con precisión. Francamente sorprendido quedé por su Percy. Todo un placer belcantista para los oídos.

Carlo Colombara es un bajo que nunca defrauda. Tampoco ofrece unos medios suntuosos y unas recreaciones inolvidables, pero sin duda nos trae a la memoria la naturaleza de un bajo cantante italiano de pura estirpe, con graves suficientes, coloratura aseada, voz homogénea. En fin... intachable aunque tampoco inolvidable. El rol de Enrico VIII es una auténtica delicia, una escritura musical hermosísima, llena de ímpetu y de lirismo, ciertamente una partitura de difícil resolución. Y Colombra la sacó adelante de un modo intachable y con una notable presencia escénica. Así pues, más que notable su contribución a esta Bolena.

El foso del Liceo es un problema. Puede lastrar funciones sobresalientes hasta dejarlas en meramente notables. Ese fue el caso con estas funciones de Bolena. Si bien fue "calentando" con el progreso de la función, lo cierto es que abrió con una "pachanguera" obertura, muy deslucida, desaprovechando más tarde multitud de momentos notables habidos en la partitura. El director musical, Yurkevych, recibió incluso unos notorios abucheos al cierre de la función. Francamente, no creo que el flojo desempeño musical del foso fuera entera responsabilidad suya. Cuando la orquesta, la mera materia prima, no está a la altura, muy genial ha de ser la batuta para llevarla mucho más allá de sus limitaciones. Yurkevych no hizo eso, pero tampoco debería apuntarse como parte del problema, ya que la irregular prestación orquestal del foso del Liceo es la tónica habitual, sea quien sea el director en el foso.


En resumen, por tanto, una Bolena atractiva, pero desigual. Algo deslucida por la pretensión frustrada de la puesta en escena, e igualmente deslucida por la irregular prestación de Gruberova, pero a cambio con la impagable presencia de una Garança en plenitud de facultades, junto a un Bros inspirado y un Colombara más que cumplidor.

fdo. Spinoza

Crónicas de funciones: L´Italiana in Algeri, ABAO, 22/01/11



Frío en Argel

Por Javier del Olivo

Bilbao, 22/01/2011. Palacio Euskalduna. Gioachino Rossini. L'Italiana in Algeri. Libreto de Angelo Anelli, basado en un texto de Luigi Mosca. Emilio Sagi, dirección de escena. Enrique Bordolini, escenografía. Renata Schussheim, vestuario. Eduardo Bravo, iluminación. Daniella Barcellona, Isabella. Antonino Siragusa, Lindoro. Michele Pertusi, Mustafà. Paolo Bordogna, Taddeo. Carmen Romeu, Elvira. Marifé Nogales, Zulma. Carlos Daza, Haly. Coro de Ópera de Bilbao, Boris Dujin, director del Coro. Orquesta Sinfónica de Euskadi. Michele Mariotti, director musical. 59 Temporada de la ABAO. Ocupación 100%

Algo de las bajas temperaturas que sufría Bilbao el 22 de enero, día del estreno deL'Italiana in Algieri dentro de la 59 temporada de la ABAO (Asociación Bilbaína de Amigos de la Ópera), se trasladó al interior del Palacio Euskalduna. Frío estuvo el público, bastante desabrida la orquesta, falto de la necesaria madurez el director, y algo más cálidos los cantantes, que consiguieron levantar la función hasta temperaturas templadas que nunca llegaron a la pasión o el calor.

L'Italiana, primer gran éxito de Rossini en el género que tanta gloria le daría y donde fue un maestro, la ópera bufa, se estrenó en Venecia en mayo de 1813. Sigue la tradición, ampliamente difundida en el siglo XVIII y que llegará hasta bien entrado el XIX, de ambientar la acción de la ópera en el que hoy llamaríamos "cercano oriente". Un mundo donde el exotismo se mezcla con las pasiones, siempre con un fondo de choque de culturas, piratería y tráfico de esclavos. Si bien hay obras que abordan este tema desde el punto de vista más trágico o serio (esta misma temporada hemos podido ver aquí Il Corsaro de Verdi), son más, o por lo menos más las que han perdurado en el repertorio, aquellas que ven el lado más jocoso y divertido del intercambio cultural y amoroso que, inevitablemente, en el libreto se produce. Intercambios, todo hay que decirlo, donde los occidentales siempre salen favorecidos.

L'Italiana in Algieri es buen ejemplo de todo esto. Poco hay que contar de un argumento que aunque muchas veces pueda parecernos con ojos de hoy algo enrevesado y simple, juega siempre con los equívocos, los dobles sentidos, la brusquedad pero al final candidez de los hombres y con la aparente fragilidad, pero resolutiva astucia de las mujeres, siempre triunfadoras cuando cae el telón.

Sobre estos cimientos burlescos, Rossini levanta uno de sus entramados musicales que le han hecho entrar por la puerta grande de la historia operística. Melodías ligeras pero perfectamente equilibradas, llenas de vitalidad, con dificultades canoras que explotan todos los recursos de los artistas, y siempre con ese toque pegadizo que hace que perduren en la memoria del espectador tiempo después de haberlas escuchado. Y para servir todo este festín es necesario que todos los que participan den lo mejor de sí mismos. El Rossini bufo hay que vivirlo, sentirlo y dejar que te invada esa energía que transmite. Si no, malo.

En la representación que nos ocupa hubo de todo. Desde los que estaban en el escenario que sí que vivieron la música, hasta los que, estando en el foso, dejaron bastante que desear.

Dos pesos pesados del canto rossiniano encabezaban el reparto. Como Isabella, la italiana que aparece en Argel, tuvimos a Daniella Barcellona. Esta excelente mezzo hizo todo lo que se esperaba de ella. Su canto no puede ser más apropiado para este papel, y no tuvo ninguna dificultad en toda la tesitura. Las coloraturas salieron con facilidad y las notas más bajas sonaron contundentes y redondas. Fiato solvente y estilo italiano no faltaron para configurar un personaje a la vez gracioso y atrevido. Desde su cavatina de entrada, 'Cruda sorte! Amor tiranno!', hasta la exigente 'Pensa alla patria' (la más aplaudida por un gélido público sabatino) desgranó todas sus armas rossinianas. Quizás le faltó un punto mayor de coquetería, pero estuvo graciosa y expresiva como actriz, sin duda lo mejor de la noche. Michelle Pertusi asumía el papel del tiránico pero al final simplón Bey Mustafá. Es un cantante muy avezado en estos papeles y sobre el escenario del Euskalduna lo volvió a demostrar. El canto rossiniano no tiene secretos para él, aunque se echó de menos una mayor soltura en las coloraturas y una potencia más contundente en general. Pero su voz es bella, bien impostada y proyectada sin dificultad. Aunque buen actor, (excelente sus prestaciones en la desternillante escena del Pappataci), no deslumbró como lo hizo la pasada temporada, que cerró con un espléndido Falstaff.

Daniella Barcellona. Fotografía © 2011 by E. Moreno Esquibel

Antonino Siragusa encarnaba a Lindoro. Su voz de tenor ligero tiene un timbre no muy agradable, y aunque empezó bastante dubitativo en su aria de presentación 'Languir per una bella', donde las dificultades vocales son máximas, fue afianzándose poco a poco, terminando la representación más resuelto y con un dominio mayor de sus recursos. Histriónico, divertido y pizpireto, el Taddeo de Paolo Bordogna. No es éste un barítono de recursos vocales deslumbrantes, pero siempre resulta cumplidor y tiene una técnica que, aunque a veces abusa de notas nasales, le permite que su voz se oiga perfectamente en un teatro tan amplio como el Euskalduna. Correcta, aunque algo chillona, la Elvira de Carmen Romeu, y resolviendo sin destacar Marifé Nogales como la esclava Zulma. A destacar el debutante Carlos Daza que, asumiendo el papel de Haly, capitán de los piratas argelinos, demostró unas indudables dotes cantoras: soltura, bello timbre y excelente resolución de su aria 'Le femmine d'Italia'. Una voz a seguir.

Muy destacado la cuerda masculina del Coro de Ópera de Bilbao, dirigido por Boris Dujin, que actuaba en solitario en esta ocasión. Muy buenos actores, mostraron, una vez más, excelente escuela y buen empaste. Pero sufrieron como nadie las descoordinaciones entre la escena y el foso.

Fue este foso, sin duda, el punto más flojo de esta representación. Debutaba en Bilbao el joven director italiano Michele Mariotti. Aunque en su currículum ya aparecen títulos rossinianos dirigidos en lugares tan emblemáticos como Pesaro, en Bilbao demostró bastante inmadurez y poco sentido rossiniano de la dirección. No es fácil dirigir Rossini. Controlar orquesta, coro y cantantes en ciertos pasajes desbocados es peliagudo, y es aquí donde Mariotti estuvo más flojo. Más de una vez hubo esa descoordinación de la que hablábamos entre escena y foso, y toda la representación adoleció de falta de esa garra, de ese arrebato, de esa italianidad alegre y contagiosa que es bandera de este repertorio. Tampoco la Sinfónica de Euskadi demostró ser muy ducha en esta partitura, y anduvo un poco a trancas y barrancas, salvando los papeles en la segunda parte, donde mejoró todo el nivel de la representación.

Fotografía © 2011 by E. Moreno Esquibe

La dirección escénica llevaba el sello de Emilio Sagi, y eso se vio desde el principio de la ópera, casi siempre para bien, y alguna vez para no tan bien. En el saldo positivo del siempre solvente director asturiano, destacar la belleza y a la vez la simplicidad de la escenografía, debida a Enrique Bardolini. Unos arcos de herradura (construidos en material metálico y brillante) enmarcaban un escenario sencillo donde se sucedieron las distintas escenas con un básico mobiliario oriental. Excelente la idea de ir combinando a lo largo de la representación, tanto en luces (al mando de Eduardo Bravo) como en ambientación y vestuario (responsabilidad de Renata Schussheim), los colores de la bandera italiana: primeras escenas en blancos, rojo en la parte central de la ópera, y verde (más bien turquesa) en las escenas finales. Buena dirección de actores, de los que sacó todos sus recursos cómicos, pero como en otras producciones suyas, tuvo algunos defectos: el uso excesivo de los, por otra parte excelentes, figurantes que en algunas de sus acciones distrajeron innecesariamente de la acción principal. También un poco manido ya el recurso del travestismo, en este caso los eunucos del serrallo, ataviados con unos sostenes que piadosamente podríamos calificar de poco favorecedores. Aún así, hubo hallazgos cómicos, como la escena del nombramiento de Taddeo como Kaimakán, que resultó graciosa y ocurrente.

En resumen, una noche agradable y solvente, como tantas en la historia reciente de la ABAO, pero que nos dejó con la sensación de que podía haber sido mejor.


* Crónica publicada en Mundoclasico y cedida por su autor para nuestro blog:

jueves, 27 de enero de 2011

Crónicas de funciones: Iphigenie en Tauride, Teatro Real, 23/01/11


Las virtudes de esta obra de Gluck brillan por sí solas, pero si además se ven adornadas por una puesta en escena sutil y por una protagonista de primera, la función termina siendo redonda. Es Iphigenie en Tauride una joya del estilo reformista consumado por Gluck. Apenas arias de lucimiento, los recitativos insertos en la continuidad dramática, la música sublime... en fin, una obra prácticamente perfecta, llena de momentos que agarran al espectador y no lo sueltan. Las funciones programadas en el Teatro Real contaban además con el atractivo de la presencia de Plácido Domingo, en ese personal empeño por prolongar su carrera, a veces con fortuna, como fue el caso de esta Iphigenie, otras cayendo en el fiasco más evidente, como sucedió con su Rigoletto para las televisiones de medio mundo. Sea como fuere, la presencia de Domingo era secundaria en estas funciones. La obra de Gluck es ya un atractivo por sí mismo, pero además desde el foso el maestro Hengelbrock brindó un trabajo sensacional, vivaz, lleno de mil detalles, sacando cada vez más partido a una orquesta, la del Real, de la que hace no muchos meses se escuchaban comentarios desiguales, y que parece crecer título a título con la rotación de directores propuesta (o impuesta) por Mortier. El coro lució también a un nivel muy destacable en sus importantes intervenciones. Cabe mencionar que esta vez se situó al coro sentado dentro del foso, junto a la orquesta, siendo sustituido en escena por un acertado ballet, perfectamente compenetrado con la propuesta escénica.

En el apartado escénico la propuesta de Carsen, un nombre que siempre trae a nuestras retinas sugerentes y afinadas lecturas de los títulos más consolidados del repertorio, daba de lleno en el clavo con una dirección escénica que equilibraba en su justa medida el dinamismo y el estatismo, justamente como la partitura sugiere en lo musical. La escenografía austera de Hoheisel, junto a la iluminación del propio Carsen, recreaban con genial precisión la opresión sentimental de los personajes de esta tragedia. Sutiles juegos de luz, elementos escénicos mínimos pero certeros (agua y puñales) y, en suma, una propuesta escénica de altura, llevaron más lejos si cabe la genial música de Gluck.

En el apartado vocal brilló con luz propia la voz redonda, esmaltada, homogénea y tersa de Susan Graham. Sinceramente, no se puede pedir más en una encarnación del rol de Iphigenia. Absolutamente deliciosa su recreación del rol, tanto en lo vocal como en lo escénico.



Un peldaño por debajo estuvo Paul Groves, un tenor ligero que con el paso de los años ha ganado un centro algo más lírico y consistente, quizá a cambio de perder la otrora relativa facilidad en el agudo. En todo caso, fue el suyo un fraseo ortodoxo, comprometido con el estilo de Gluck, y vocalmente no tuvo ninguna intervención reprochable, si bien tampoco ofreció apenas momentos en los que recrease la música de Gluck hasta llevarla más allá de sí. Más que correcto su Pylade, en suma.

El Orestes de Plácido Domingo fue notable. No debemos, ni podemos, engañarnos: con setenta años recién cumplidos es evidente el paso del tiempo, tanto en la fatiga vocal como en la fatiga física, escénica. Pero a la vez el compromiso con la puesta en escena y el esfuerzo vocal de Domingo son admirables. El papel de Orestes se sitúa precisamente en ese centro vocal que todavía mantiene, consistente, hermoso, como si un viejo violonchelo mantuviera intactas sus notas centrales, ajeno al paso del tiempo. La práctica ausencia de agilidades, coloraturas y subidas al agudo comprometidas convierten el papel de Orestes en un esfuerzo relativo para Domingo. Desde luego, mucho más asumible que su participación en el Tamerlano visto en el Real hace unos años y que tiene previsto para esta misma temporada en el Liceo, en versión concierto. De ahí que su encarnación de Orestes resultase notable, convincente, incluso emocionante, pero siempre que situemos estas valoraciones en el marco de su consabido deterioro, innegable a causa del mero paso del tiempo.


En resumen, pues, una función que acertaba de lleno en recrear la tragedia compuesta por Gluck, sobre texto de Nicolas-François Guillard. Tanto musical como escénicamente el conjunto implicado en esta Iphigenie ofreció una función prácticamente irreprochable.


fdo. Spinoza