Unos cincuenta años después de su visita de 1955, y con motivo del inminente bicentenario del nacimiento de Wagner, la orquesta y el coro del Festival de Bayreuth visitaban de nuevo el Gran Teatro del Liceo, presentando en esta ocasión tres títulos en versión concierto (El holandés errante, Lohengrin y Tristán e Isolda). En la visita se introducían algunos cambios sustanciales respecto a los carteles originalmente presentados en Bayreuth, como el cambio de las batutas de Thielemann y Nelsons por la de Weigle, especialmente ligado al Liceo y ya presente en ediciones pasadas del Festival de Bayreuth (sí se ha mantenido a P. Schneider al frente del Tristán). Igualmente, no estaban algunas voces importantes, como la de Pieczonka o la del defenestrado Nikitin, a resultas de su affaire con el clan Wagner por causa de su polémico tatuaje. Sea como fuere, la ocasión era importante, casi se diría que una cita imperdible, para escuchar un Wagner de primera, si bien la acústica del Festpielhaus de Bayreuth dista mucho de semejarse a la del Liceo barcelonés. Con este conjunto de factores a favor y en contra, ¿cómo ha resultado finalmente la visita de Festival de Bayreuth al Liceo? Contaremos nuestras impresiones a tenor de la función de Lohengrin del domingo día 2 de septiembre.
Al cargo del rol protagonista estaba el polémico Klaus Florian Vogt, un Lohengrin ya consagrado y aplaudido desde hace unos años en los principales coliseos europeos. Ciertamente, la adecuación de su singular timbre, blanquecino y ayuno en armónicos, con la figura del caballero del Grial podría decirse que es tan completa como sorprendente. Y es que su vocalidad está en las antípodas de los caracteres que definen la vocalidad del heldetenor, siquiera la de un tenor dramático al uso, por más que Lohengrin haya sido el rol wagneriano más al alcance de tenores líricos (recordemos a Konya, Gedda y demás). En este sentido, es curioso que hoy en día levante idéntico entusiasmo el Lohengrin de cantantes tan diversos como Kaufmann y Vogt. Un rol, por cierto, hoy lujosamente servido, pues a los citados tenores se unen las voces del veterano Seiffert, todavía en forma, y el sudafricano Botha. Sea como fuere, la adecuación de una voz a un rol no radica sólo en la pura identificación tímbrica, sino en el decir, en la expresividad: no se trata tanto de qué voz se tenga sino de qué se haga con ella. Y en este caso, además, a un decir cargado de intenciones, le acompaña esa realidad tímbrica tan eterea, casi mística, que no por ello deja de proyectarse y correr por el teatro con sorprendente soltura. Así las cosas, fue el de Vogt un Lohengrin magnífico, aunque no paradigmático. Quizá más espléndido en la medida en que más extraño. Cosechó sin duda los aplausos más intensos del plantel vocal de la noche.
Junto a él, como Elsa, se encontraba la soprano alemana Anette Dasch, habitual intérprete del rol en las últimas ediciones de Bayreuth. No es dueña de un instrumento grande y poderoso, aunque sí hermoso. Tampoco es su técnica un mecanismo pluscuamperfecto, con algunos problemas iniciales de afinación y colocación. Pero cuando la voz calienta y la cantante se acomoda, es capaz de recrear una Elsa verdaderamente transida por los acontecimientos que la rodean, como sucedió especialmente en el tercer acto, cuando ella y Vogt ofrecieron un duo singularmente intenso.
La otra pareja estaba encarnada por el Telramund de Thomas J. Mayer y por la Ortrud de Susan Maclean. El primero, dotado de una voz netamente wagneriana, con abundante metal, y capaz de una expresividad cargada de intenciones, muy atento al texto, fue sin duda un Telramund más que notable, quizá incluso algo desaforado en sus intervenciones más intensas. En el caso de Ortrud, Susan Maclean no es una mezzo de relumbrón, pero es alguien capaz de cantar con magnetismo, de transmitir con todo su cuerpo, partiendo de una expresión facial casi hipnótica. Su dúo con Telramund al comienzo del segundo acto fue uno de los mejores momentos de la noche. Lo mismo en sus imprecaciones a los dioses, aunque aquí inevitablemente apurada en la resolución de las notas más altas de la partitura, como sucede a casi todas las intérpretes del rol, por otro lado. Lo cierto es que su prestación fue a menos a partir de ese momento, perdiendo la inicial colocación de la voz y teniendo crecientes problemas para afinar al encontrase ante el extremo más agudo de la partitura, concluyendo algo destemplada su última intervención en la escena final de la ópera.
La otra pareja estaba encarnada por el Telramund de Thomas J. Mayer y por la Ortrud de Susan Maclean. El primero, dotado de una voz netamente wagneriana, con abundante metal, y capaz de una expresividad cargada de intenciones, muy atento al texto, fue sin duda un Telramund más que notable, quizá incluso algo desaforado en sus intervenciones más intensas. En el caso de Ortrud, Susan Maclean no es una mezzo de relumbrón, pero es alguien capaz de cantar con magnetismo, de transmitir con todo su cuerpo, partiendo de una expresión facial casi hipnótica. Su dúo con Telramund al comienzo del segundo acto fue uno de los mejores momentos de la noche. Lo mismo en sus imprecaciones a los dioses, aunque aquí inevitablemente apurada en la resolución de las notas más altas de la partitura, como sucede a casi todas las intérpretes del rol, por otro lado. Lo cierto es que su prestación fue a menos a partir de ese momento, perdiendo la inicial colocación de la voz y teniendo crecientes problemas para afinar al encontrase ante el extremo más agudo de la partitura, concluyendo algo destemplada su última intervención en la escena final de la ópera.
El resto del reparto no paso de la mera corrección. El Rey Enrique estaba encarnado por W. Schwinghammer, un joven cantante con un buen material de partida, que podría dar para más si su técnica fuese más resuelta, pero que tuvo algunos puntuales problemas para resolver sus puntuales intervenciones. Y en el caso de Ralf Lukas, como el Heraldo, resultó evidente que ofrecía una voz ya ajada por el paso del tiempo y con evidentes problemas en el paso, siendo la suya sin duda una prestación vocal inferior a la de todos sus colegas.
Y llegamos al capítulo orquestal, verdadero aliciente de estas funciones. Realmente fue un lujo escuchar un Wagner servido con esos mimbres. Pero no es menos cierto que estamos ante un nivel de excelencia más o menos familiar entre las formaciones titulares de Berlín, Viena o Munich, o incluso entre las solventes formaciones de Londres y París, siempre que estén a las órdenes de un director inspirado. Quizá la falta en España de grandes orquestas titulares vinculadas a los teatros de ópera, excepción hecha del Palau de Les Arts, nos haga sobrevalorar la excelencia de estas formaciones foraneas. En todo caso, no cabe sino valorar el trabajo de la Orquesta y el Coro del Festival de Bayreuth como excelente. Comenzando por una sección de cuerda absolutamente virtuosa y capaz de un sonido angelical, como pudo verse ya desde las primeras notas del preludio, y terminando por unos metales infalibles y no menos virtuosos, sin olvidar la perfección inmaculada de todas y cada una de las intervenciones solistas de los instrumentistas a lo largo de la función. Lo mismo cabe decir del coro, una auténtica maravilla que lució sus espléndidas prestaciones en las abundantes páginas corales que ofrece la partitura de Lohengrin.
El trabajo de Sebastian Weigle fue el de un buen concertador, atento a las voces, buscando controlar a una orquesta acostumbrada a la singular acústica de Bayreuth y no a la de un teatro al uso, como el Liceo. Fue una labor muy profesional, pero sin genialidades.
¿Valoración global, pues? Como ya sugería antes, quizá acostumbrados a cuerpos estables de mayor solvencia nuestro asombro ante el despliegue de Bayreuth se matizase. Y en el apartado vocal, digamos que los papeles estuvieron en regla, pero tampoco hubo genialidades, excepción hecha del "extraterrestre" Vogt. Todos los componentes de la representación estuvieron pues a un nivel de una excelsa dignidad, podríamos decir. ¿Justificará eso el enorme desembolso acarreado por esta visita de los cuerpos estables de Bayreuth al Liceo barcelonés, en estos tiempos de ajuste por doquier? Al menos puede decirse que no se ha invertido en vano.
fdo. Alejandro Martínez
© Imágenes: cortesía y propiedad del Liceo
1 comentario :
Magnífico; salí magnetizado. Sentí no poder quedarme a"los aplausos". Bella, exhaustiva y documentada crónica. Enhorabuena. (M.A Yusta).
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